Estadio Santiago Bernabéu, un domingo cualquiera. Las mocitas madrileñas van alegres y risueñas porque juega su Madrid. Junto a las mocitas llega al estadio un hombre acompañado de su hijo: Juan Pípez, de unos cuarenta años, lleva siendo socio literalmente toda la vida, cuando su padre le sacó el carnet con ocasión de su bautizo. También él ha inscrito hace poco a su hijo Toñín, de diez años, y le lleva por primera vez al fútbol. El niño abre los ojos asombrado ante el sublime espectáculo de los anillos de gradas uno encima del otro, que van llenándose de gente poco a poco.
– ¡Hala, papáaa, qué grande!
– Sí, hijo, muy bonito.
Para Juan no es un espectáculo tan grande, claro. Empezó a venir teniendo unos ocho años y su asiento de abono ya es para él casi como el sillón de su casa: un lugar familiar, rutinario; casi tiene marcada la huella de su culo. Antes de ocupar las localidades, padre e hijo cumplen con el ritual obligatorio: Comprar los refrescos y, sobre todo, las pipas, una enorme bolsa de pipas. No son de la marca Facundo, la favorita de Juan, pero le servirán.
– Papá, ¿por qué compras una tan grande?
– Sirven pa echar el rato.
– ¡Pero papá, si vamos a ver nada menos que al Madrid!
– Sí, bueno, pero mientras no pasa nada…
El partido es contra un equipo de mitad de la tabla, en teoría un rival bastante asequible para el Madrid. Da comienzo el encuentro. En las gradas reina el silencio más absoluto, sólo roto por el «cric cric» de las pipas de Juan y de muchos otros socios que le rodean, y por los gritos de un grupo de mozalbetes con pancartas alojados en el lejano fondo sur. Toñín está algo extrañado.
– Papá, ¿por qué nadie anima?
– Verás, hijo, es que esto es el Bernabéu: Aquí la gente es muy entendida y viene a disfrutar del espectáculo, no a dar gritos.
En ese momento el árbrito pita una falta algo dudosa en contra del Madrid. Juan reacciona como un resorte:
– ¡¡Arbitro, cabrón, hijo de la gran putaaaaaa!!- exclama, mientras esputa algunas cáscaras de pipas. El niño se queda desconcertado.
– Bueno, papá, pero yo puedo animar, ¿no?
– Sí, hijo, anima lo que quieras.
Dicho y hecho, Toñín empieza a arengar a sus ídolos con gritos entusiastas. Alguno de los socios de las cercanías le mira de reojo con cierto desdén, mientras sigue masticando sus pipas. Pero no son sólo pipas lo que se consume en la grada: Algunos socios, más viejos que Juan, llevan un enorme puro entre sus labios. Éste degusta un bocadillo de chorizo; aquel una bota de vino. Otros no llevan nada: Sólo observan el partido con aire indiferente (menos cuando el árbitro pita en contra). Dan la impresión, sobre todo los más mayores, de llevar allí años, muchos años, casi desde que Don Santiago fundara el estadio, y de que en algún momento se quedaron congelados en el tiempo, en una de tantas temporadas.
Van pasando los minutos y el Madrid no consigue marcar ni imponerse claramente en el juego. El contrario se está resistiendo.
– Papá, parece que les cuesta marcar.
– Si es que son unos golfos, joder, no meterle ninguno a esta mierda de equipo.
– Tendríamos que animarles a ver si juegan mejor, ¿no?
– Sí, bueno… ¡Es que con la mierda de partido que están haciendo se te quitan las ganas de animar, coño!
Llega el minuto 30 de la primera parte y aún no hay goles. Desde algún punto de la grada se escuchan unos silbidos, que pronto se amplifican y se extienden por todo el estadio.
– Ah, ahora silbamos al otro equipo para ponerles nerviosos, ¿verdad?
– Qué va, hijo, estamos pitando a los nuestros, que son unos inútiles. ¡¡Golfos!! ¡Sinvergüenzas!
– Pero papá, si es nuestro equipo, y además son estrellas del fútbol mundial.
– ¡Sí, estrellas para cobrar y para irse de juerga por la noche, pero luego no dan un palo al agua! ¡¡Fiiiiiiiii!!
– ¡Pero si son muy buenos, y además hemos traído a un entrenador que ha ganado muchos títulos!
– ¿Ese? ¡El más golfo de todos! ¡Menudo amarrategui está hecho! ¡Hoy venía una encuesta en el Marca que le rechazaba el 65% de la afición!
– ¿Han hecho una encuesta aquí en el estadio?
– No sé, hijo. ¡¡Y encima no ha puesto a Fulánez, Mengánez y Zutánez!!
– Pero papá, es que Fulánez lleva siete años en el equipo y nunca consigue ser titular, y Mengánez y Zutánez sólo han jugado en el Castilla y nadie sabe cómo serán-, responde inocentemente Toñín, olvidándose de la declarada debilidad de su padrepor Fulánez.
– ¡Claro, si no les dan oportunidades cómo van a asentarse en el equipo!
Los pitos descentran aún más al Madrid, y se llega al descanso sin goles en el marcador. Los silbidos se hacen aún más intensos y acompañan a los jugadores en su camino hacia el vestuario. Padre e hijo salen a los pasillos del estadio, en obras desde hace 25 temporadas. Juan mastica el bocadillo de calamares que le ha preparado su mujer, y mientras esquiva una gotera del techo farfulla: «¡Como no salga Fulánez me voy a cagar en todo!» Toñín camina junto a su padre con su bocata de choped. Mientras esquiva unos sacos de cemento que andan por ahí tirados, piensa que esto de ver el fútbol en directo es algo complicado.
Empieza la segunda parte y ambos vuelven a su asiento. A Juan aún le queda una buena reserva de pipas. Se llega al minuto 15 y el equipo aún no ha conseguido reaccionar. Vuelven a escucharse algunos silbidos. El entrenador decide realizar algunos cambios. Entran Fulánez, el ídolo de Juan, y Perengánez, jugador llegado esta temporada que ha destacado en un equipo pequeño y sobre el que existen dudas de que tenga suficiente categoría para jugar en el Madrid.
Parece que los cambios han calmado los ánimos. El equipo empieza a funcionar mejor y el juego parece más hilado. Se crea alguna ocasión de peligro. «Claro, jugando con Fulánez…», dice Juan. No obstante, en un momento dado se falla un pase fácil en el centro del campo. Instantes después, un jugador madridista no llega a un balón por escasos centímetros y la pelota sale fuera. Entonces empieza un auténtico concierto de pitos. El estadio es un clamor: «¡¡¡Fueeeera, fueeera, fueeeera!!!»
– Papá, así creo que no ganamos.
Juan está fuera de sí. «¡¡Si es que una vergüenza!! ¡Todos los partidos igual! ¡Me cago en sus muertos! ¡¡Desgraciaaaaaos!!»
Sigue el juego y Fulánez, en posesión de la pelota, da un pase a media distancia, sin demasiada importancia para el juego.
– ¡¡Mírale!! ¡El único que vale!-, grita Juan.
La pelota llega a Perengánez, el del equipo modesto, que intenta un atrevido regate cerca de la esquina del campo. Desgraciadamente no le sale bien y el balón se va por la línea de fondo. Los pitidos se hacen ensordecedores.
– ¡Pero cómo puede jugar ese mierda! ¡¡Vuélvete a tu puebloooo!!
– Pero papá, si ha entrado hace cinco minutos, y al menos lo está intentando.
– ¡Que no, hombre, que no! ¡Que ese tío no vale para el Madrid! ¡Que yo he visto jugar a Santillana, A Stielike, a Míchel y a Laudrup!
– Papá, y a ese de ahí que corre tanto y que no ha hecho nada en todo el partido, ¿por qué no le pita nadie?
– Caray, hijo, es que ese es el capitán. ¡El símbolo del equipo! Y mira qué lucha, qué entrega. Mira, mira cómo va detrás de ese balón que va a salirse del campo. Además, lleva tropecientos partidos con la selección. ¡De lo mejor que tenemos!
– Pero papá, si ese jugador lleva tres años sin hacer casi nada, ¿no? En mi cole nadie lleva su camiseta, y cuando jugamos en el patio nadie se lo pide.
– Naaaa, aunque parezca que esté mal ese cuando menos te lo esperas aparece. ¡Es el más listo de la clase!
El partido sigue avanzando, con los pitidos yendo y viniendo. Un jugador del Madrid agarra claramente a un contrario cerca del área y el árbitro le saca tarjeta amarilla. Los pitidos se hacen más fuertes, pero esta vez dirigidos al árbitro. «¡Hijo de perraaaaa! ¡Me cago en tu madreeeeee!», se desgañita Juan. Toñín cada vez entiende menos.
A falta de diez minutos para el final, el Madrid logra engarzar una buena jugada y por fin marca. Toñín duda un instante cuál debe ser su reacción, pero no caben muchas dudas: el estadio estalla de júbilo.
– ¡¡¡GOOOOOOOOOOOOOOOOOOOL!!!
Juan pega botes y grita como un loco, y Toñín se une a su alegría. Tras el tanto, el Madrid empieza a jugar con mucha más fluidez y a dominar claramente a su rival. Se extienden los gritos por la grada, que esta vez sí anima como un solo hombre: «¡Hale Real Madrid, hale haleeeee!» «¡Madrid! ¡Madrid!»
– Papá, ¿por qué animan ahora y antes no?
– ¡Hombre, es que ahora juegan como Dios manda!
Llega el final del partido, y el estadio prorrumpe en aplausos. Finalmente la cosa ha acabado bien. Padre e hijo, esquivando unos cuantos escombros que se encuentran por los pasillos, se dirigen a la salida. Juan parece bastante animado.
– No ha estado mal el partidito. ¡Porque ha sacado a Fulánez, que si no…! ¡Ahora, como no espabilen la semana que viene se van a cagar estos hijos de puta!
Toñín está pensativo nuevamente. Está contento por la victoria de su equipo, sin duda, pero no ha acabado de entender la experiencia recién vivida. Si supiera que a su padre le pasó lo mismo la primera vez que fue al campo estaría más tranquilo. Pero bueno, al fin y al cabo, piensa Toñín, es el Santiago Bernabéu, y esta es la afición más entendida del mundo. No debe ser tan fácil convertirse en un experto del fútbol. Para ir desentrañando todos estos secretos, la próxima vez seguramente animará menos y comerá más pipas.