Si hay un síntoma innegable del colapso social que estamos viviendo es la promoción mediática de esa pantomima llamada «fútbol femenino». El punto de no retorno se traspasó hace mucho, y me temo que sólo un reinicio duro podría ponernos de nuevo en el camino correcto; he sugerido alguna vez la guerra atómica, pero por algún motivo la idea no ha acabado de cuajar (Putin maricón).
Así las cosas, hemos estado a puntiro de tragarnos nuevamente varias semanitas de propaganda lesbofeminista estatal, de lo cual sólo nos ha salvado la absoluta inutilidad de esta recua de bolleras en la práctica del noble arte balompédico. En su lugar, son los pobres ingleses quienes tendrán que tragarse los festejos impostados; por algún motivo, ganar dos Euros femeninas seguidas no parece haber exaltado la moral de un país en una crisis casi tan profunda como la nuestra.
Llegadas a la suerte suprema de los penaltis, las españolas los tiraron justo al contrario de como dicta la ortodoxia más elemental: flojos y al centro. Probablemente estaban cansadas y por eso lanzaron «a asegurar», ¿pero por qué no intentar entonces ajustar al palo, aunque fuera flojo? La respuesta parece obvia: porque no saben hacerlo; basta ver cómo acabó el intento de la mulatita.
Se vuelve así a casa, con cara de chasco, la expedición encabezada por una señora con un moño absurdo, rabioso, pesado, una verdadera Freulein Rottenmeier de los banquillos. En el campo lidera (por decir algo) Aitana Bonmatí, jugadora con uno o dos balones de oro; France Football, después de arrastrar por el fango la dignidad del premio masculino, acabó de ridiculizarlo creando la versión femenina, como si ambas fueran remotamente comparables, como si los karts fueran los mismo que la Fórmula 1.
Para los pocos que conservamos el sentido común, el espectáculo denigrante vivido en Basilea nos recuerda un montón de cosas que no saben hacer las «futbolistas femeninas»:
– Tirar un penalti.
– Rematar de cabeza.
– Defender a una rival sin cometer un error absurdo.
– Parar un chut mínimamente difícil.
– Comerse una polla.
– Parir.
– Cocinar un plato comestible.
– Abrir la boca sin decir alguna gilipollez de calibre sideral.
¿Y ahora qué? Otra vez a jugar sus ligas que no ve absolutamente nadie, a pedir «equiparación», a casarse con otras bolleras en ceremonias aún más ridículas (si cabe) que los casamientos heteros por la iglesia que terminan en convivencias sin hijos o en divorcio a los tres años. Podría haber esperanza para estas chicas: se las podría apuntar a cursos de cocina, de costura, de economía doméstica… pero, ¡ay!, personajes como Florentino Pérez piensan que hay que seguir con la gran comedia, en nombre de no se sabe qué. Alguno ha tenido la osadía de equipararlo con un personaje tan íntegro como Santiago Bernabéu, pero la comparación es casi ofensiva: aquel prócer irrepetible habría quitado el balón a estas benditas y les habría dado escobas y fregonas para que dejaran reluciente hasta el último rincón del cuarto anfiteatro.