No hace tantísimos en años, en los 90, ERC era el único partido catalán abiertamente sepatatista y sacaba aproximadamente 50.000 votos en las elecciones autonómicas. Dicho de otro modo, eran un fenómeno raro y friki al que nadie tomaba demasiado en serio. Al fin y al cabo, quien quisiera ser malote antiespañol, pero no mucho, tenía a la Converyensia de Jordi Pujol (el hombre que descubrió Andorra décadas antes que el Rubius). ¿Qué ha pasado para que en un periodo tan breve que la mitad de la población vote separatismo ¿Empezó el gobierno de Madrid a oprimir al pueblo catalán, friéndolo con impuestos, leyes injustas, recortes de libertades…? ¿Arrastró la policía nacional a algún intrépido joven republicano por mitad del Paseo de Gracia, atado a un coche patrulla? ¿Podría un antropólogo mínimamente competente y honesto encontrar alguna diferencia biológica o cultural significativa entre un catalán y un manchego?
No, es algo mucho más sencillo: nuestros sucesivos gobiernos nacionales dejaron que algo que apenas era un nido de culebrillas fuera creciendo hasta que toda la región estuvo invadida metafóricas por cobras y áspides. Todo por intereses muy pequeños y mezquinos: «necesito una investidura», «necesito que me aprueben unos presupuestos», «necesito una legislatura tranquila». Para alcanzar estas metas, a los próceres del gobierno central no les pareció un excesivo precio dejar que en nuestro país larvara el mayor proceso de división, odio e inestabilidad desde la guerra civil. Y ojo, no quiero sobresimplificar el caso: son verdaderas cosas desconocidas generalmente por el español medio, como el alto grado de autogobierno disfrutado por Cataluña en la Edad Media (comparable al de los reinos hispanos de la época) o el hecho de que pertenecieran a Francia durante toda una década; pero eso no quita para el dislate que supone el separatismo desde hace al menos doscientos años, una vez producida su total integración con España.
Quiero resaltar que culpo de la calamitosa situación actual a PSOE y PP, muy por encima de Pujol, Ramón Culom, Rahola, Mas, Pigdemont, Junqueras y tutti quanti. ¿Cómo voy a responsabilizar a esta gente, si todos ellos, con la posible excepción de Pujol, son personajes de chiste, que apenas alcanzan el nivel de tertuliano de tele local? No, la culpa indudablemente recae sobre quienes, primero estando en posición de saber que algo muy malo ocurría y luego teniendo la certidumbre de ello, adoptaron una pasividad casi total. Todavía podría alegarse inocencia cuando no se tocó la mal llamada inmersión lingüística (que más bien es político-cultural), ¿pero cuando empezaron a convocarse las diadas abiertamente separatistas y los referendos ilegales? Lo más que llegamos a ver fue, al mismo borde del estallido civil, un 155 ejecutado con absoluta aflicción por un PP que jamás habría querido verse en esas; la situación recordaba a los sucesivos rescates aplicados a la quebradísima PRISA, porque nadie como los populares para rescatar a quienes los odian a muerte. La solución que se adoptó finalmente fue digna de Monty Python: convocar unas elecciones que se sabía ganarían los propios insurrectos.
Llegamos así a los sufragios de este, año se están siguiendo con poco interés porque todo el mundo sabe que la situación está totalmente enquistada, y la Comunidad en una vía muerta. Cuando se habla de Cataluña ya nadie piensa en diseño, modernidad, economía y liderazgo, sólo en agriedad, conflicto, corrupción y victimismo; en un lastre que muchos estarían aliviados de soltar. La única novedad relativa es que, en medio de la ruina provocada por la pandemia, la cual se suma a la que trajo el delirio separatistas, los partidos de este bloque han retrasado su agenda de ruptura hasta el 2030, ese año donde todos los cursis totalitarios del mundo sueñan con darnos bien por bulo; mientras tanto, que pague la de siempre, la puta Espanya. Ni siquiera la irrupción de Vox, que poco puede ofrecer aparte de la cara de sus candidatos para ser apedreada, permite albergar esperanzas de cambio en esa Comunidad y ese parlamento.
Lo más triste es que la receta era muy sencilla, y se podía haber aplicado desde hace mucho, con un mínimo se sentido común, saludable indiferencia ante la locura y, por qué no, de humor irrevente. Nos dejó la solución el fallecido George Freches, presidente del Languedoc-Rosellón, quien preguntado por la minoría catalana de la región, respondía ufano: “Los catalanes me hacen cagar. Los enculas durante dos años, los dejas reposar dos años más y los dos años finales les dices que los quieres, con buenas palabras, les construyes un pequeño instituto para cuatro sabihondos… todos contentos, pero como hablan catalán, nadie les entiende a tres kilómetros de su casa”. Parece una bravata de taberna, sí, pero si hubiéramos seguido esa fórmula exacta desde la transición sin duda hablaríamos de un país muy distinto, más centrado en sus problemas reales, sin la distraccion provocada por esa locura colectiva tan irresposablemente fomentada. En fin, me voy al baño a crear un «contenido» especialmente dedicado a los separatistas catalanes.
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