Sí, bueno, ¿no? Ayer hubo «Champions femenina». ¡Qué gran evento, qué espectáculo para las masas! No se habla de otra cosas en bares, supermercados, universidades y puticlubs. Tremendo, oiga: la Premier, la NBA, la NFL y hasta la OTAN (otra empresa de entretenimiento) tiemblan ante este torrente que amenaza con llevarlas a la irrelevancia. Estoy bromeando, claro: el fútbol femenino es un poquito peor que el masculino. ¿Un poquito? Es una reputísima mierda, una farsa en el sentido más literal: el de una cosa que nos intentan hacer pasar por otra, el sucedáneo de pésima calidad presentado como el producto auténtico.
¿Las mujeres son malas para el deporte? Obviamente, no: aunque a nivel competitivo jamás podrán ganar a los hombres en una disciplina de élite (y sí, eso incluye deportes «mentales» como el ajedrez), pueden ser excelentes deportistas, y gracias a sus características de elasticidad, coordinación y belleza algunas de las disciplinas que practican son un auténtico deleite de ver, como la gimnasia (en vertiente atlética y rítmica), el patinaje artístico o el voleibol.
No obstante, cuando hablamos de fútbol… la cosa es muy distinta. La anatomía femenina es incompatible con la práctica de este deporte a alto nivel, punto. Las mujeres carecen de las características de velocidad, cambio de ritmo, resistencia al choque y salto necesarias para jugar a fútbol de élite, no digamos ya si les ponemos porterías simplemente gigantes para lo que puede cubrir el cuerpo de una fémina. Todo se convierte en un espectáculo grotesco que no es sino una copia burlona del fútbol que, para bien o para mal, es el auténtico: el masculino.
Censuro a las mujeres que quieren jugar al fútbol, sí. Igual que a las que hacen halterofilia o a las que lanzan peso; son actividades antifemeninas que deforman su cuerpo y no producen ni entretenimiento ni beneficio tangible; simplemente se dedican recursos a satisfacer unas aficiones de nicho que jamás deberían abandonar el amateurismo. El abrumador porcentaje de lesbianas entre las futbolistas «profesionales» no hace sino reforzar este argumento de la antifeminidad, el cual defenderé aquí y ante el tribunal de La Haya si es preciso. El fútbol femenino convierte a las mujeres en lo que jamás deben ser: imitaciones de los peores ejemplares masculinos de la actualidad.
¿No me creen? ¿Soy un radical, quizá? ¿Necesitan pruebas? Veamos el partido de la llamada Champions League Femenina (competición con un himno satánico) que disputaron ayer el Chelsea y el Tacón (me niego a llamarlo Real Madrid). Tal encuentro es lo mejor que puede ofrecer el fútbol femenino profesional, y deja bien a las claras por qué habría que devolver esta disciplina a las catacumbas del deporte aficionado. Desgranemos:
El 1-0 de las inglesas es como casi todos los goles del fútbol femenino: fruto de un error, un rebote, un accidente, casi nunca de acciones positivas y engarzadas exitosamente. La de azul remata y la defensora taconista, en su intento de despejar, manda torpemente el balón a su propia portería. Claro que peor es la jugada que precede al tanto, donde una rival, tras recuperar el balón en el medio campo, supera cómodamente a toda la defensa taconista únicamente con recorrer la banda derecha a la carrera.
El 2-0 llega por una entrada torpísima de otra jugadora taconista, la cual lanza una patada al aire dentro del área, con el poco sorprendente resultado de cometer penalti sobre una rival. El 2-1 es otra concatenación de errores -siempre mucho más amenos con la música de Benny Hill de fondo-, tras la cual el balón llega a la atacante taconista, quien por fin lo enchola en la portería; los tantos del fútbol femenino raramente son limpios, casi siempre llegan tras rebotes y accidentes que quitan cualquier sensación de propósito conjunto, de culminación de la jugada. El 3-1 es una de las acciones que mejor ejemplifican esta disciplina: una jugadora del Chelsea ejecuta un amable rematito de cabeza que lanza el balón bombeado hacia la portería; tal parábola, que podría ser abortada sin la menor dificultad por cualquier portero masculino de más de catorce años, resulta no obstante inalcanzable para la «portera de élite» taconista Misa. En el 3-2, tras una defensa cómicamente deficiente del Chelsea, el remate de la taconista desde la derecha del área ni siquiera ve puerta, convirtiéndose en un centro-chut que llega a una compañera, quien es la que logra marcar no sin antes trompicarse.
Este partido no es más que uno de tantos con el mismo nivel paupérrimo, incluyendo las finales de las máximas competiciones. ¿Por qué seguimos con la farsa? ¿Por qué continuamos simulando que este pseudodeporte es importante, como que le interesa a alguien, cuando los estadios están siempre vacíos -excepto en eventos publicitados y con entradas semigratuitas- y la audiencia televisiva es inexistente? La pregunta es retórica, claro: por política, pero entendida en su sentido más pedestre: no la política de Pericles, Isabel de Castilla, Reagan o Thatcher, sino la de Irene Montero y Teresa Rodríguez. Una política que ha encumbrado a personajes como la repugnante embustera Jenny Hermoso o la activista de ultraizquierda Megan Rapinoe.
Yo digo basta ya: el fútbol femenino no es digno de jugarse profesionalmente, simplemente porque es un espectáculo de pésima calidad y ultradeficitario. Asociarlo a la marca Real Madrid ha sido el mayor error de la presidencia de Florentino Pérez, junto con la fachada chapucera del Balay Stadium, y se podría haber evitado tan garrafal patinazo con sólo dos frases mágicas, las que habría dicho Bernabéu: «no existe demanda» y «no es sostenible». Ante todos los corifeos del florentinismo acrítico lo diré una y mil veces: este tal deporte, practicado por barriobajeras masculinizadas y casadas entre ellas, NO es ni podrá nunca ser el Real Madrid.