Sí, bueno, ¿no? El mundo (entendido como la sociedad humana) se dirige decididamente hacia la destrucción completa, hasta hacer pum, pero ni siquiera satifaciéndonos de la blancura y pureza del pepino nuclear, sino de una manera muy antihigiénica y chabacana: comunistas borrachos y cleptómanos gobiernan países de 200 millones, te pitan penalti por un balón que te da en un brazo pegado al cuerpo, incorporamos al folclore lo más lerdo, chillón y consumista que se nos sirve por la caja tonta. En medio de este panorama, con las bases sociales, morales y económicas colapsándose ante nuestros ojitos, los tontos solemnes, lo que viene siendo la clase media alta mundial, piensa que el mayor problema planetario es que hace calorcito en Octubre, mientras visten a sus hijas de putas para ir a gorronear dulces a los sufridos vecinos.
Algunos tienen el descaro de echarle la culpa a Putin. Putin, un amigo de lo niños, de la humanidad, que lo único que ha dicho es que la casa estaba ardiendo y que los bomberos useños estaban apagando el fuego con keroseno. Si acaso, Púchin nos ha fallado por no dar al botoncito. No, miren, ñoras y ñores, si hay un problema en esta parte del globo que dejó tiempo atrás la preocupación por poner un plato en la mesa es que hemos aprendido a ser esclavos, pero no en plan Kunta Kinte, con cadenas, latigazos y esas cosas tan bastas. No, somos tecnolerdos fantásticamente bien mandados, sin saberse muy por qué. Por la democracia. Por seguir la ideología correcta. Por la libertad. ¡Juaaaa ja ja ja ja! Eso sí es una paradoja buena, ¿no? Esclavos en nombre de la libertad (War is peace…). El caso es que entras en una consulta de odontología y la cretina de la recepcionista te conmina a que te pongas una ridículamente endeble mascarilla quirúrgica como si fueras portador sintomático del Ébola y estuvieras a punto de transformar su sacrosanto templo de sacamuelas en un foco de infección letal. Y aunque este hecho parezca simplemente anecdótico, para llegar a él ha hecho falta una complejísima secuencia de despersonalización y cretinización de miles de millones de personas, a lo largo de décadas.
Nos dice algún fansista bienintencionado que lo de subir a los autobuses con el trapo de los cojones debe remitirnos al dura lex, sed lex. No, hombre, duralex eran unos vasos cojonudos, pero estamos ante una crisis existencial. No llevar esa puta mierda me distingue como ser pensante en medio de esta invasión de los ultracuerpos. Se impone una rebelión cívica de personas contra capullos: si alguien te dice que Bolsonaro era un fascista, que lo de Asensio era penal y que te pongas la mascarilla, mátalo y esconde el cadáver; es más fácil de lo que parece y en realidad nadie lo echará de menos. Llegados a lo peor, la policía ni siquiera os torturará, y si no mirad cómo se respetaron los derechos del novio de Marta del Castillo.
En fin, no hay ética, no hay estética, no hay razón; sólo mucho siervo agradecido y cinta aislante alrededor del brazo. ¿Qué nos queda? Ah, sí, el fútbol femenino… España es «campeona del mundo», qué bonito, ya me extrañaba a mí ver las calles inundadas de millones de personas celebrando. El gol que decidió la final fue uno de esos momentos de la cultura humana que nos recuerda que se puede alcanzar la excelencia, lo sublime, lo casi perfecto, a base de esfuerzo, automejora y un mágico momento de inspiración. Vean ese tanto irrepetible, homérico, y díganme si no les insufla confianza en el futuro de la humanidad.




