El debate sobre las filtraciones de información desde el seno del Real Madrid se ha hecho muy recurrente, no ya en la temporada actual, sino en los últimos años. No es un problema en absoluto nuevo, sino bastante imbricado en el mundo del fútbol desde casi siempre, pero que ahora alcanza especial eco gracias al impacto de internet. Además, el fenómeno del intercambio de favores entre futbolistas y periodistas se ha maximizado en los últimos años debido a la infantilización de todos los estamentos del fútbol, con unos jugadores cada vez más veleidosos y mimados, y unos profesionales de la información que han perdido el distanciamiento imprescindible en su oficio y raramente superan la fase del «asombro ante el ídolo».
El Madrid es especialmente vulnerable a este tipo de endiosamiento, por ser un club alimentado desde hace décadas de mitos y épica. El epítome de esta cultura fueron los 15 años de raulismo, en los que vimos el aterrador poder de una simbiosis total entre jugador y prensa, sin la oposición del contrapoder que hoy ejerce la red. Casillas es un ejemplar aún más perfecto de esta raza, y probablemente el último puro, gestado en la era pre-internet. Loado, como Raúl, desde su más tierna infancia futbolística (la puta convocatoria en el instituto), enseguida entró en el juego de sus juglares, quizá inconscientemente al principio, pero luego plenamente integrado en él, comprendiendo sus múltiples ventajas. Se ha convertido en el principal sospechoso de filtrar alineaciones y otra información delicada por la aplicación de la metodología criminalista clásica: quién tiene los motivos, los medios y la oportunidad.
Pero como éramos pocos, parió la abuela: no son ya sólo los periodistas los que reciben información privilegiada, sino también aficionados que han logrado trabar amistad con algunos jugadores, la cual trocan rápidamente en réditos en twitter, ese «fast food» del debate público que puede hacer mucho bien, pero también amplificar el caos. Pocos de esos «tuitstars» son capaces de redactar cuatro párrafos de alguna calidad periodística, pero se deleitan ganando seguidores a golpe de «perlas de sabiduría» de 140 caracteres y haciendo gala de su condición de «insiders», desvelando pequeñas exclusivas recibidas vía whatsapp. Si bien la vanidad de un tuitero es difícilmente controlable, hay que pedir a los que les suministran información que no conviertan la cercanía mal entendida al aficionado en un problema adicional para el club.
Como ya relaté en mi entrada Blues de Topillas, gente como nuestro dorsal 1 probablemente el ve el colaboracionismo como algo normal, «lo que mamó», pero en el Real Madrid urge un cambio radical de cultura, que primero imponga un terrible precio a la infidelidad, y después la haga inconcebible. Esto obviamente conlleva castigos estrictos, quizá traumáticos al principio. ¿Cuánto hace que no se aparta a un jugador de la plantilla? Sí, lo vimos con peones como Pedro León, pero nunca con figuritas displicentes tipo Guti, y no digamos ya con «vacas sagradas» como Casillas o Ramos. No se debe temer señalar a un jugador cuando pierde toda noción de a quién debe realmente lealtad: no hacia la prensa ni la selección española, sino hacia el club que le da de comer a él y a su familia. Deben instaurarse protocolos estrictos de confidencialidad, control de dispositivos móviles en las instalaciones del club y sanciones disciplinarias, multas e incluso despidos para cualquier empleado que viole estas normas, hasta conseguir grabar a fuego esta nueva mentalidad. Resulta ridículo decir que «eso no se puede hacer en un club como el Madrid». Se puede y se debe.
No puedo obviar, con todo, el gravísimo obstáculo que para esto supone la actual ley del deporte, que estipula que cualquier pérdida económica anual de un club debe ser compensada por el patrimonio personal de sus directivos. Así, incluso aunque el Madrid quisiera desprenderse de un jugador terriblemente desleal, a costa de perder millones con ello, nuestro estrecho margen de beneficios implicaría posiblemente entrar en números rojos ese año, y aún no conocemos directivo madridista tan desprendido como para poner dinero de su bolsillo en un caso así. Por ello, el Madrid ha de moverse para cambiar esta ley -por otro lado completamente obsoleta, como demuestra el estado ruinoso de nuestra liga- y poderse dar el lujo de tener pérdidas económicas controladas; y de paso, eliminar el requisito del monstruoso aval exigido para presentarse a las elecciones del club.
Para eliminar la noción de que esto es inconcebible o impráctico, la masa social ha de tirar hacia arriba del Madrid. La actual generación de socios compromisarios, avejentada, destecnologizada y criada a los pechos de As y Marca, probablemente esté perdida para la causa, pero gradualmente se la debe ir sustituyendo por otra mucho más crítica e informada. No puede ser que una asamblea se convierta en un bosque de papeletas blancas aprobando cualquier ocurrencia del presidente, incluso las más lesivas para el crecimiento y dinamicidad del club (¿se ha producido en algún momento un verdadero debate sobre la necesidad de un nuevo estadio, o sobre los requisitos actuales para ser presidente?). Hacia eso se ha de ir, aunque hablemos de un proceso lento, probablemente cercano a los 20 años. Pero cuando estemos en ese punto, la directiva sabrá que puede apartar a cualquier empleado que se haya hecho acreedor a ello sin temer las iras de la afición, esperando antes su aplauso, por colocar en la cúspide de prioridades el bien de un Real Madrid que es multinacional, sí, pero ante todo club deportivo.