
En 1975 España tenía una excelente oportunidad ante sí: era un país saneado, unido, sin paro y con pocas disensiones políticas. Salía de una dictadura, pero tanto la propiedad privada como la ley estaban garantizadas, y Europa estaba dispuesta a acoger en su seno a uno de sus hijos predilectos. La Transición fue un periodo muy especial porque se unía la razonable prosperidad dejada por el franquismo con las ilusiones depositadas en la democracia; pocas épocas habrá tenido la historia de España con más optimismo y, sobre todo, libertad. El «prohibido prohibir» no era un simple eslógan, sino la realidad cotidiana en la que muchos crecimos. Puede decirse que era también una época de unidad, porque, ¿a qué aspiraba realmente un nacionalista de finales de los 70, más que a un mayor autogobierno y a que las escuelas dieran algunas clases en la lengua local?
40 años después hemos hecho… prácticamente lo contrario de lo que debíamos y podíamos. Sin querer entrar en una negatividad cerril, salta a la vista que la España actual es básicamente un estado fallido, algo que la crisis del coronavirus ha puesto aún más de manifiesto: con compatriotas muriendo en condiciones dramáticas, las comunidades autónomas no han podido traspasarse médicos intensivistas por demenciales cuestiones burocráticas, y los presidentes regionales han tenido que mendigar plazas hospitalarias a los de comunidades limítrofes, sin una autoridad central capaz de tomar el control efectivo (no teórico) de todo el sistema.

Se mire como se mire, vamos MAL: Profundísimas brechas interregionales, economía endeble, educación mediocre, políticos de nivel subterráneo… Para rematar el cuadro, una crisis demográfica profunda y una sociedad infantilizada y manipulable. Pero no escribo este artículo para pintar un cuadro siniestro, sino para apuntar hacia la salida. Uno de los principales conceptos que quiero transmitir es que España es una realidad sociocultural que se entiende mejor en lapsos de siglos que de años o décadas; tomó forma con la romanización de los pueblos ibéricos, y desde entonces nunca ha dejado de ser una realidad potente y claramente tangible; tanto es así que, cuando la invasión musulmana pareció haberla borrado del mapa, volvió lenta pero segura no ya para ocupar nuevamente toda la península, sino para convertirse en uno de los mayores imperios de la historia.
A primera vista, la España del año 2020 parece ajena a esa vigorosa realidad nacional; desde luego, si tomamos como ejemplo al votante de izquierdas medio y a los habitantes de las regiones separatistas no vamos a encontrar casi nada de lo que acabo de describir; quizá nos cueste hallarlo también entre el resto de la población. Pero España es mucho más que sus actuales fronteras geográficas: su ámbito sociocultural también abarca, sin género de dudas, a Portugal y a toda Hispanoamérica; y aunque estas dos regiones llevan siglos separadas políticamente de su matriz, eso ha borrado los profundos vínculos que las vinculan a ella.

Hispanoamérica se separó violentamente de la corona hace 200 años, en un proceso que buscaba emular al de los anglosajones del lejano Norte, quienes en poco tiempo se habían convertido en un gigantesco y próspero estado. Pero imitar la fórmula resultó no ser tan fácil; de hecho, el modelo del Sur, ese mejunje intragable llamado bolivarianismo, ha sido el mayor fracaso político internacional de los últimas siglos junto con el comunismo; lo único que sacaron en claro los hispanamericanos de la ansiada «liberación» de las colonias fue ese tremendo orgullo que sienten de pertenecer a países independientes; independientes y con un desarrollo sólo superior a África y a las peores regiones de Asia. Portugal, por su parte, tras su antinatural desgajación, ha sido una anécdota histórica; perdida su potencia marítima, no tiene relevancia política, económica ni cultural (más allá de la lengua portuguesa).
Estamos pues ante tres partes que separadas son un fracaso, pero que juntas podrían no sumar, sino multiplicar su potencial de forma casi ilimitada. La España actual está europeizada, sí, pero principalmente en el peor sentido: se ha convertido en un país de gente fría, desconfiada, nihilista; sólo se aspira a ganar un buen sueldo con el menor esfuerzo posible, y a gastar lo ganado en placeres efímeros, a menudo viéndose la formación de una familia como una anticuada «imposición social». Los hispanoamericanos por su parte son cálidos, adánicos, a veces pueriles hasta lo irritante, pero por eso mismo aptos para ilusionarse, para crecer, para arriesgarse. Sus mujeres saben amar y ser amadas, comprenden que la protección del hombre no es un sometimiento ni una humillación, sino una interacción dictada por la naturaleza mucho antes de que nos bajáramos de los árboles; algo fundamental: ven la maternidad como algo natural y deseable. Sin duda podrían curar muchas de las heridas psicológicas de la frígida y disfuncional sociedad española del siglo XXI, no sólo emparejándose con españoles sino enseñando un par de cosas a nuestras liberadas y profundamente infelices féminas.

Así pues, mi tesis principal es que para volver nuestro ser debemos recuperar la parta de la hispanidad que está en América, y la inversa, para dar el salto del progreso los latinos necesitan recuperar su hispanidad. Cuando el mediocre sátrapa Bolívar les negó el ser europeos, cayeron en una triste complacencia criolla de la que no han salido. El ruido, la fealdad y el caos forman parte de su cotidianidad urbana, abundan la pereza y la falta de estándares; les parece perfectamente natural dejar una fachada sin revestir porque «se ahorra dinero». Pero si pudiéramos mezclar su ingenuidad y vitalidad con la seriedad y el saber hacer europeos, qué combinación tan potente sería esa; en realidad, sería lo que tuvimos no hace tanto. En cuanto a los portugueses, tengo la intuición de que sólo esperan a que seamos un país realmente presentable para plantearse seriamente salir de ese encajonamiento entre Extremadura y el Atlántico y formar parte de algo realmente universal.
¿Cómo podría articularse esta reintegración? Alguno pensará que estoy proponiendo una anexión sin más, algo a todas luces infactible hoy día. No: Deberíamos empezar por una especie de «Commonwealth» con ventajas tangibles para ambas partes; por ejemplo, que aquellos que poseyeran ciertos títulos homologados o cierto nivel de ingresos obtuvieran automáticamente la nacionalidad en todos los países de toda esa Unión Ibérica; que España comprometiera una inversión anual mínima en los estados miembros; que a la hora de licitarse un contrato público (por ejemplo para extraer petróleo) todas las empresas de la unión optaran en iguales condiciones; ídem para crear empresas o contratar en cualquiera de los estados miembros; etc. En definitiva, aprovechar las enormes ventajas que nos confieren todas nuestras afinidades culturales e idiomáticas. Por supuesto, sería necesaria una verdadera transformación cultural, mostrarle a los latinos que jamás dejaron de ser españoles, y enterrar de una vez el mito no sólo de Bolívar, sino de esa América precolombina totalmente irrelevante, formada por 5 millones de indígenas que en el siglo XV no habían alcanzado a inventar la rueda ni a escribir un libro (obviamente se debe valorar y conocer esa historia, pero no cometer la locura de tomarla como base de un proyecto civilizatorio).
En la actual España tenemos ahora dos grandes regiones, quizá más, que se quieren separar del conjunto; por supuesto, no soy partidario de dejarlas ir sin más, pero un proyecto de país no puede construirse a base de contener desesperadamente las fuerzas centrífugas. Y sí, es posible que catalanes y vascos se lleguen a ir, formando sus utópicas republiquetas, ¿pero qué fuerza tendrán las mismas dentro de 100, de 150 años? ¿Y cuál sería su posición ante una potencial Unión Ibérica de 800 millones de habitantes/hablantes, frente a sus microlenguas y su provincianismo fundacional? Podría llegar el día en el que quienes tanto pugnan hoy por irse rogaran por integrarse en unas de las pocas entidades con posibilidades de ser importantes en el tablero mundial del tercer milenio.
Quizá todo esto no parezca más que un ejercicio ocioso o un sueño imperial, pero cualquiera que aspire a liderar España debería darse cuenta de que nuestros problemas van mucho más allá de una economía deficiente o de dos regiones desafectas; nuestra supervivencia y nuestra futura pujanza dependen de que recordemos todo lo que hay de español fuera de nuestro actual territorio; si logramos localizarlo y canalizarlo podremos una vez más, partiendo de nuestro punto más bajo, alcanzar las cotas más altas.